viernes, 5 de julio de 2019

El fútbol y la guerra

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

Por un lado, es difícil omitir que Bolsonaro fue la figura del partido entre Brasil y Argentina por la Copa América que se está disputando en el país vecino. ¿Qué más que lo que hizo podría haber hecho para asegurarse la victoria? ¿Qué más que dar la vuelta olímpica en el entretiempo y declamar que la segura victoria será suya, como fue de Lula la derrota por 7 a 1 ante Alemania en ese mismo estadio, la segunda gran frustración de la selección brasileña de local, una en cada Mundial que organizó? Algunos medios brasileños consignan que la comunicación de la seguridad del presidente utilizó la misma frecuencia del var.
  Bolsonaro desafió con altanería no sólo a su rival, desafió al valor y la determinación de hombres preparados para el arbitraje pero no para el heroísmo. Defensor ideológico de la represión y la mano dura que con un pase de magia apareció en el Brasil como presidente, que el mundo entero ve sonriente recorrer el campo de juego en el entretiempo, desafiando los abucheos de una parte de los espectadores y la ovación de otra parte, aunque la mayoría, los que saben que Los Reyes son los padres, ni se inmutaron.
¿Qué árbitro sudamericano se iba a animar a desafiar el descontento del hombre de mirada
alocada que conduce los destinos de Brasil y cobrar un penal en favor de Argentina? ¿Cuál de los tres colegiados ubicados en el palco del var iba a ofrecerle al juez principal una repetición en perjuicio de Brasil?
  Los presidentes de la democracia no han podido demostrar con claridad cuánto mejor es la vida cuando las instituciones y los derechos individuales rigen a pleno. Pero cuando los pueblos, cansados de esperar respuestas, eligen éste tipo de mandatarios es lógico que se revivan los horrores del pasado reciente. Sobre el final del partido, multitudes de hinchas brasileños -normalmente pacíficos- después atravesar en armonía y sin sectores delimitados la ejecución de los himnos, los cánticos, los dos goles, las quejas y las burlas, cercaron amenazadoramente a los argentinos, que vestidos con los colores patrios y agrupados en clara minoría la pasaron muy mal en las tribunas del estadio y en las adyacencias.
   Luis Monti, futbolista de San Lorenzo de Almagro, hombre clave de la selección argentina que disputó la final del Mundial de Uruguay del 30 ante el equipo local, lo hizo, según trascendió después del encuentro en los medios de prensa de entonces, amenazado de muerte. Eso dijeron también sus compañeros, que lo notaron mal desde el comienzo del día, e incluso algunos creyeron recordar haberlo escuchado llorar la noche previa al partido. Terminado el Mundial, el futbolista fue apuntado por la opinión pública y decidió emigrar del Rio de la Plata, su nuevo destino sería la Juventus. Cuatro años después, Luis Monti jugó para Italia el Mundial de 1934, y según cuenta la leyenda, otra vez fue amenazado de muerte, en este caso por el propio Benito Mussolini. Se dice que en sus últimos años, el futbolista declaró: “Jugué dos mundiales amenazado de muerte. En Uruguay me mataban si ganaba, en Italia me mataban si perdía”. Yo no lo escuché, ni se lo escuché decir a nadie que me merezca confianza. Lo único que está probado es que el 30 de junio de 1930 en el estadio Centenario de Montevideo no estuvo a la altura de lo que solía aportar en la lucha del medio campo, y que el 10 de junio de 1934, en el Estadio Olímpico de Roma, corrió, metió y pego más que nunca.
  Los relatos que explican la secuencia son poco creíbles. Dicen que dos mafiosos italianos viajaron a Uruguay a intimidarlo como parte de un plan maquiavélico para desprestigiarlo primero ante el público de América y de esa forma precipitar su pase a la Juve, pensando en aclimatarlo para el Mundial que se jugaría en la Península cuatro años después, donde junto a sus compatriotas Guaita, Orsi y Demaría, nacionalizados italianos, defenderán con éxito la camiseta azurra y se consagrarían campeones. Para completar la escena del folletín, dicen que el Duce habría bajado a los vestuarios antes del partido para alentar a sus jugadores: “Señores, si los checos son correctos, seremos correctos. Eso ante todo. Pero si nos quieren ganar a prepotentes, el italiano debe de dar el golpe y el adversario caer. Buena suerte para mañana y no se olviden de mi promesa” dicen que dijo, y que al finalizar su discurso se llevó las manos al cuello simulado el gesto de un corte.
  Contado así, el relato resulta grotesco y poco creíble. Pero no hay que olvidarse que el fascismo existió, que a Mussolini lo siguió Hitler, que el nazismo también existió y que pronto brilló entre los Aliados la figura de Stalin, asesino tan cruel como ellos. La reaparición este tipo de mandatarios inspirados en las ideas totalitarias, como esta nueva camada inaugurada por Donald Trump a la que pertenece Bolsonaro, no debe ser observada con liviandad. Aquellos llevaron a la humanidad a la Segunda Guerra Mundial y fueron responsables de los crímenes más aberrantes. El fútbol siempre estuvo ligado a las pasiones desorbitadas, es el juego más extraordinario inventado por el hombre y el espectáculo deportivo internacional más convocante a nivel selecciones.  En la era de la comunicación global, ahora enfervorizados detrás de su selección y haciendo flamear la bandera de su país, los descendientes de los pueblos que han caído luchando por una enseña patria corren el riesgo de repetir la historia y confundir el fútbol con otra guerra.