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sábado, 27 de octubre de 2018

La venganza

por Alejandro Chitrángulo

Estamos preparados biológicamente para la venganza, porque esta ha tenido sentido desde fases muy tempranas de nuestra historia como forma de mantener la cohesión social. El impulso primitivo de restituir lo arrebatado arbitrariamente y de reparar los daños son un primer paso hacia la justicia, y por eso los libros sagrados de todas las religiones, desde los Vedas hasta el Corán, pasando por las mitologías griega y romana o la Biblia, enseñan ética y dan lecciones de moral a partir del ejemplo de historias de escarmientos ejemplares.
   Pero la gran pregunta que se hace la ciencia es si tiene sentido esta estrategia en el mundo actual. Las culturas que promueven el castigo contínuo acumulan un nivel de violencia imposible de gestionar. Un ejemplo: David Buss, profesor de Psicología en la Universidad de Texas en Austin, ha recopilado datos que indican que más de un 90% de los hombres y un 80% de las mujeres han fantaseado en alguna ocasión con asesinar a una persona que ha cometido una injusticia contra ellos. ¿Pero qué sucedería si liberáramos toda esa sed de venganza?
   En la vida real, las represalias afectan a víctimas inocentes –terceras personas que sufren
las consecuencias– y nos sumen en la culpabilidad. Esto encuentra su mejor ejemplo en una de las más antiguas historias mitológicas de vendetta, convertida en tragedia teatral por Eurípides en el siglo V a. C, la de Medea, que para desquitarse de la traición de su amado esposo Jasón, asesina a los dos hijos que habían tenido en común. Además, es casi imposible medir el efecto de la venganza de forma que sea proporcionada: O es demasiado pequeña –suele ocurrir con las personas más poderosas que nosotros– o resulta excesiva. El resultado final es que el soñado escarmiento acaba en frustración. ”Antes de empezar un
viaje de venganza, cava dos tumbas”, advertía Confucio hace 2.500 años.

   La psicología clínica nos aporta casos del fracaso de la venganza como táctica vital. Especialistas como la doctora Lyn Abramson, de la Universidad de Wisconsin-Madison, sostienen que el rencor acumulado durante mucho tiempo es uno de los factores que pueden desencadenar una depresión. Se sabe que la ira estancada constituye uno de los pilares básicos de esa enfermedad. Debido a sus prejuicios cognitivos, los pacientes que la padecen desarrollan una gran cantidad de resentimiento contra los demás –porque sus fantasías justicieras nunca se ven realizadas– y contra sí mismos por la impotencia que esto les genera. Su espera inútil de resarcimiento los lleva a pensar demasiado en lo que sucedió, en cómo ocurrió, en quién tuvo la culpa, en lo injusto que fue… Se detienen en el “debería haber ocurrido de otra manera” y eso les impide avanzar hacia una actitud más adaptativa del tipo “es así y tengo que asimilarlo”. Su enfado acumulado acaba convirtiéndose en un sentimiento de indefensión que se encuentra en la base de muchas depresiones y trastornos.
   Además, enterrar nuestra ira para dejarla salir después en forma de imágenes de revancha no es psicológicamente sano. Acumular inquina acaba por envenenarnos, y resulta muy difícil actuar con sensatez cuando se vive rebosante de odio. Ben Fuchs, psicólogo y profesor de la Ashridge Business School, en Inglaterra, ha escrito numerosas recopilaciones de investigaciones que ilustran cómo nos intoxica el resentimiento. En ellas nos muestra que, aunque la fantasía de la venganza nos serene en un primer momento, al final acaba por llevarnos a acumular más rabia. La razón que expone Fuchs para este resultado negativo es que la venganza no resulta funcional en el mundo moderno. Los ajustes de cuentas sólo triunfan en las historias de ficción que produce nuestra cultura.
Por otra parte, la espera de un resarcimiento nos impide pasar página. Los psicólogos Andreas Maercker e Ira Gäbler, de la Universidad de Zúrich, en Suiza, han publicado recientemente una investigación sobre presos políticos que señala que aquellos que mantienen su necesidad de venganza padecen más síntomas de estrés postraumático que los que se esfuerzan en olvidar.
  Por último, la revancha tiene otra consecuencia indeseable: Nos iguala emocionalmente a las personas de las que nos estamos vengando. Como nos recuerda el psicólogo Gordon Finley, de la Universidad Internacional de Florida, los justicieros más presentes en el imaginario colectivo comparten numerosos rasgos con los psicópatas: narcisismo, carencia de empatía, frialdad emocional, maquiavelismo… Los grandes creadores de frías venganzas, como la novelista Agatha Christie, saben de sobra que para perpetrarlas hay que ser una mala persona.
En la ficción
  Esta es solo una faceta más de los escarmientos espectaculares –y cuantos más públicos mejor– que nos encantan. Muchos partidos de fútbol se calientan en los medios antes de jugarse con llamadas a la vendetta por derrotas anteriores. La venganza que explica algunos de los deschaves que destapan casos de corrupción política llena los informativos, y la figura del tópico justiciero es omnipresente en nuestra cultura: de la literaria y decimonónica El conde de Montecristo hasta las películas modernas (Kill Bill,V de Vendetta, El renacido…), las revanchas exitosas han inundado de adrenalina a millones de lectores y espectadores. Incluso hay reality shows, como La venganza de los ex, dedicados al espectáculo del desquite.
   La atención que despiertan estos ajustes de cuentas más o menos sentimentales es de tal calibre que en el Reino Unido, Estados Unidos y otros países se han promulgado leyes para frenar la llamada porn revenge (venganza porno), los vídeos sexuales grabados en la intimidad y difundidos cada vez en mayor número por exparejas despechadas.
  Necesitamos ese tipo de personajes: como ha demostrado el antropólogo Robert Boyd, de la Universidad de California en Los Ángeles, los grupos que cuentan con vengadores de las injusticias muestran mayor capacidad de adaptación y, por tanto, de supervivencia. En un célebre artículo sobre la evolución cultural del castigo social, Boyd recopiló investigaciones suyas y de otros autores que sugerían que la existencia de un grupo formado sólo por altruistas ilusos sería imposible.
Castigos ejemplares 
   En efecto, cuando en los experimentos psicológicos se introducen en un colectivo de personas  aprovechadas, algo que ocurre inevitablemente en la vida real, el papel de los que disfrutan con las venganzas resulta esencial para frenar y neutralizar a los egoístas. Por eso, a pesar de lo que evoluciona nuestra sociedad, seguimos deleitándonos con historias de resarcimientos ejemplares similares a los popularizados desde hace milenios en diversas civilizaciones.
  En su libro Monster Show. Una historia cultural del horror, el historiador del cine David J. Skal nos recuerda, por ejemplo, el sorprendente paralelismo que existe entre las historias que se desarrollaban la cultura popular de la Edad Media y la imaginería del terror más truculento de hoy. En los dos tipos de narrativa se nos hace contemplar la represalia sobrenatural de las víctimas de la injusticia. Los cadáveres vuelven a la vida para llevarse por delante a los culpables de su muerte, y el consumidor de la historia recibe su catarsis y libera el rencor que ha ido acumulando contra los aprovechados y los poderosos que oprimen al débil. La idea es siempre la misma: satisfacer la necesidad de venganza. El mundo es injusto desde la noche de los tiempos, y el resentimiento continúa acumulándose.
Necesitamos que esa frustración encuentre salida, y por eso los periódicos, el cine, la literatura, los cómics y la televisión rebosan de narrativas de desquites exitosos.
  Algunas investigaciones señalan las repercusiones en nuestro cerebro de este tipo de ficciones. Un estudio dirigido por la neuropsicóloga Tania Singer, del Instituto Max Planck en Leipzig, Alemania, ha mostrado cómo disminuye nuestra empatía hacia una persona de la que sabemos que ha sido injusta y que merece un castigo. Eso explicaría por qué podemos ver o leer historias de represalias sin sentir lástima por el individuo en el que recae todo el peso de la venganza.
  Singer distribuía por parejas a los participantes en el experimento, y los hacía relacionarse en diversos contextos. Uno de los miembros de cada dúo era un actor que a veces se mostraba generoso y otras abusivo. Después, esos compinches de la investigadora se veían sometidos a una situación dolorosa, mientras se monitorizaba el cerebro del voluntario real de la pareja. Cuando el actor había sido malo con su compañero, la empatía de este ante el dolor de su maltratador descendía notablemente. Las dos áreas cerebrales que se suelen activar ante el sufrimiento ajeno –una zona de la corteza cerebral llamada ínsula anterior y una estructura del sistema límbico denominada giro cingular– reaccionaban con mucha menor intensidad. Si una persona se ha comportado egoístamente, nos afecta bastante poco que sufra.  
  No podemos evitarlo: las frustraciones inherentes a la vida nos causan enojo. Si le conceden a otro el puesto de trabajo que deseábamos; si la persona a la que amamos nos abandona o no nos corresponde; o si un desconocido hace una maniobra incorrecta al volante y nos obliga a dar una frenada, nos invade un natural sentimiento de hostilidad y se enciende nuestra programación biológica para ejecutar la venganza. Pero en ese momento debemos poner en marcha mecanismos para canalizar la ira y evitar la búsqueda de revancha al precio que sea. Como dijo el célebre novelista escocés Walter Scott (1771-1832): ”la venganza es el plato más sabroso condimentado en el infierno”. Aunque se prevea apetitoso, siempre acaba por indigestarse y hacernos daño.