lunes, 11 de octubre de 2021

La hamaca de don Miguel

por Roberto Pelaez*

 Abril, viento, hojas amarillentas y secas. De esta forma recuerdo mi infancia. Con aquel inmenso pino que nunca   -pero nunca– se dejó trepar hasta su punta. Tardes de figuritas, de bicicleta y de payana. Todos los amigos de mi infancia recuerdan a don Miguel y su hamaca. Él era un señor mayor, blanco cabello, profundos ojos azules y una gran sonrisa. Y mucho más grande era ella, cuando en todas las siestas él colgaba una hamaca en la entrada a su casa para que nos balanceáramos. Nunca tuvo hijos y para él lo fuimos cada vez que lo visitábamos y compartíamos canciones y sonrisas. Recuerdo una fila de chicos que esperaba su turno para compartir nuestra infancia con él.Cierta  vez, la  hamaca  se  rompió.  Lloró don Miguel  porque ese juego era el lazo entre nosotros. Por un tiempo, se encerró –hasta dicen que se enfermó–. Por eso, para remediar lo hecho, con los chicos del barrio decidimos juntar dinero para comprarle una nueva y reluciente hamaca. Fuimos todos a llevársela. Había que verle la cara de alegría, su sonrisa y su emoción. Le había dado una caricia al alma. Pasó mucho, pero mucho tiempo, y la hamaca se volvió a romper.

Esa vez no fueron sus cadenas, ni su asiento, sino su corazón: don Miguel había muerto. Fuimos todos a despedirlo, pero no, extrañamente no lloramos.  Le  habíamos  regalado  nuestros  más  bellos  recuerdos, esos de nuestra infancia. Abril, viento, frío, hojas amarillentas. Dicen que todavía se escucha el fantasmal sonido de la hamaca, mientras los chicos de hoy juegan con su computadora.

                                (*) Profesor de historia; ex consejero escolar