jueves, 7 de octubre de 2021

Memorias Granates: El mismo amor, la misma reja…

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

La historia que sigue, verídica de principio a fin, no puede ser contada de ninguna otra manera que en primera persona, algo poco recomendable para el ejercicio del periodismo, pero indispensable para contar lo que me sucedió a mí, el autor de esta nota, durante una jornada histórica para el club Lanús. Ocurrió el 18 de diciembre de 1976, el día que el Grana logró el ascenso a primera superando por 2 a 0 a un duro adversario de aquellos tiempos difíciles, Almirante Brown de Isidro Casanova. Fue la cuarta chance consecutiva de alcanzar el ansiado objetivo después de tres enormes frustraciones: la derrota de 1974 ante Estudiantes de Buenos aires en cancha de Atlanta que nos dejó afuera, posibilitando que Unión de Santa Fe y Temperley suban a Primera; la de 1975 ante San Telmo en cancha de Huracán, lo que le valió al Candombero su único paso por la división de privilegio durante 1976; y la tercera frustración, tal vez la menos esperada y a la vez la más dolorosa, cuando en el Gasómetro de Avenida La

Plata el equipo del Narigón Panzutto fue derrotado por Almagro en la última fecha del hexagonal final por el primer ascenso, disputado al cabo de la primera rueda, insólito resultado que posibilitó el festejo de Platense, que había llegado a la última fecha con un punto menos que Lanús, pero que a la misma hora pudo vencer con lo justo a Villa Dálmine en cancha de Vélez por 1 a 0 y arrebatarnos la chance.


      







Los más de 30.000 granates que aquella tarde de diciembre acudimos al histórico escenario del barrio de Boedo lo hicimos movidos por la fe, aunque amenazados por la angustia de quien venía de sufrir tupido, pero ilusionados como sólo un hincha de verdad puede esperanzarse ante una nueva chance. Recuerdo que llegué al Gasómetro en un 112 repleto junto a varios muchachos de mi edad, todos integrantes de una enorme barra de adolescentes provenientes de los distintos barrios de Lanús Este que cultivamos la amistad en los pasatiempos de aquellos años: El metegol en lo de Picchio, el flipper en la pizzería de Pedro, el billar y el ping-pong en el club Paz, las cartas y las bochas en el buffet de Pitingo, en la cancha del Grana, y las calles de casas bajas del centro de una ciudad que hoy parece otra.

      Del partido sólo tengo recuerdos borrosos: los dos gritos de gol, el pitazo final y la invasión del campo de juego de cientos de hinchas granates, entre ellos muchos de mis amigos, llevando en andas a los jugadores. La vuelta a Lanús fue una interminable caravana de hinchas a pie, otros en automóviles particulares y muchos más en varios 112 a reventar agitando banderas y gritando "dale campeón", hasta llegar a la calle 9 de Julio convertida en un carnaval. Hasta ahí, cuando la tarde caía, todos recuerdos inolvidables.

       “¡Vamos a subir al techito!” gritó de repente el Tano Pepe Greco, el más inseparable amigo de aquellos años, y encaró para la reja pegada a la puerta de la sede para imitar a los dos o tres que ya saltaban y cantaban sobre el pequeño techo de la entrada. Pepe pisa el pizarrón que por años colgó de la reja y sube. Detrás voy yo, flaquito, menos de 70 kilos, repito la secuencia de mi amigo y cuando estoy subiendo el alambre se corta, el pizarrón se baja y yo con él, medio cuerpo adentro del club y la otra mitad afuera, con una de las rejas clavada en el pecho y toda la pena del mundo que me invade el corazón. Alrededor seguía la fiesta y yo, todavía incrédulo, sentía mi sangre brotar. Dificultosamente me saqué la reja del pecho y comencé a bajar sin saber qué hacer. Con cientos de hinchas saltando y bailando a mi alrededor, con enorme vergüenza de que todos vean lo que me había pasado intentaba ocultar la sangre que brotaba de la herida. Aterrado, sin pedir ayuda, avancé esquivando gente hasta llegar a la vieja clínica Colonial, que estaba ubicada en donde hoy está el colegio Lausanne, yo no sabía que ahora era un hogar de ancianos. Un hombre de guardapolvo me hizo pasar y ante la gravedad de la herida llamó a mi tío, que en pocos minutos llegó con mi mamá para llevarme en su auto al Hospital Vecinal. El Cholo Invernizzi tenía experiencia: vivía sobre Arias y Madariaga frente a la cancha y una mañana de 1968, a pedido de un dirigente amigo, había llevado al sanatorio al Paraguayo Acosta para que le operen una de sus rodillas y pueda ser transferido al Sevilla poco después.

     “Su hijo está vivo de milagro. La reja llegó a perforar la pleura, la membrana que recubre los pulmones. Unos milímetros más y se moría ahí mismo. Vamos a internarlo y a seguir su evolución hasta el lunes, pero está fuera de peligro” nos dijo el médico de guardia y ordenó mi internación en una sala del primer piso con ventanas a la calle O`Higgins. Había seis camas, la única libre era la que me asignaron a mí. Mi mamá y mi tío me acompañaron hasta que se lo permitieron y luego me quedé sólo, pensando en lo que me había sucedido. Mi papá había muerto un año antes y mi mamá no podía conmigo. Estaba a punto de comenzar el día de mi cumpleaños número 18, el Grana había logrado el ascenso tan anhelado y yo, por un accidente desgraciado, acababa de ser internado con pronóstico reservado. De pronto, un policía ingresa a la habitación, saluda con un gesto y se para ante una de las camas de enfrente, observando a un hombre mayor que dormía. Ahí me percaté que una muñeca del anciano estaba esposada a la cama de hierro. El agente poco después me contó la historia: se trataba de un famoso hampón que había protagonizado un asalto con otros cómplices y que cubriendo la retirada de la banda se había tiroteado con una patrulla policial. Tenía una herida de bala en el hombro y otra en una pierna, mientras un agente se debatía entre la vida y la muerte a causa de un disparo en el pecho. No creo haber pegado un ojo, impresionado por la historia y el desfile de funcionarios, médicos y policías que venían a ver al herido, que no despertó mientras estuve en la sala.

     Durante la mañana me visitó otro médico, al que le pedí que me deje ir porque era mi cumpleaños. “Vos tendrías que estar feliz por la suerte que tuviste… Ahora decime cómo carajo hiciste para estar acá, vivo de milagro…” Yo fui reconstruyendo cada uno de los pasos, el partido, la victoria, los festejos, el minuto fatal en que al Tano Pepe se le ocurrió que subiéramos al techo. Ahí me di cuenta que ni él ni nadie de mi barra se debe haber enterado de lo que me había pasado. El médico me miró en silencio, incrédulo. El viejo de enfrente, quieto como una estatua, con el suero colgando de un fierro, seguía dormido en la misma posición. Yo me quedé en silencio, conteniendo las lágrimas. “¡Pero hay que ser pelotudo, eh!”, por momentos el médico alzaba la voz y se indignaba, en otros me sonreía contemplativo. “¡Flor de noticia habría sido si te morías! ¡Un hincha celebró el ascenso de su equipo clavándose una reja del club en el corazón!” dijo, antes de decirme “hasta mañana” y salir de la habitación.

    Durante todo el domingo no apareció ni ese ni ningún otro médico. El viejo hampón seguía dormido. Por la tarde vinieron a visitarme varios compañeros de la escuela, algunos de los internados fueron dados de alta y otros -menos el viejo- recibieron visita. El clima fue cambiando, yo me empecé a sentir mucho mejor y a pensar que tenía que salir a festejar mis 18 años. El policía de turno no estaba a la vista. Mis amigos me esperaron por los pasillos, por si venía alguien. Ya era de noche y no había visitas. Antes de irme, volví a mirar al ladrón herido y en ese momento sentí mucha tristeza por él. “Ojalá que zafes, viejo” pensé, y encaré para la puerta. Y ahí escuché la voz ronca que me dice “Chau, Marcelito, portate bien…”. Era el viejo maleante, que a modo de despedida, me guiñaba un ojo y volvía a hacerse el dormido como si nada.