domingo, 16 de enero de 2022

Memoria Granate: Botines


por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

“José, te necesito en el equipo ¿no te animás a jugar en primera?” Ramón Cabrero no solía dar muchas vueltas cuando quería decir algo. La escena ocurre a mediados del mes de mayo de 1983 y es digna de una película de Armando Bo: el joven entrenador se acerca al pintor y le ofrece un lugar en el primer equipo. Lodico sabe que Ramón le está hablando en serio. Pero aún está convaleciente de la operación del oído, tiene recién implantados las prótesis de los pequeños huesos dañados y según los médicos, de poder volver a jugar sería recién después de muchos meses de convalecencia Se moría de ganas, aunque recordaba el intenso dolor que le producía cada vez que tenía que cabecear un balón. No quería defraudar a Ramón y le transmitió sus dudas. “Mañana te venís a entrenar, te ponés a punto y cuando sentís que estás, te pongo de titular. Necesito que me ordenes el equipo, cabeceadores me sobran, lo que no tengo es quien se la pase al compañero” le dijo el entrenador con su natural seriedad, y José Luis se fue corriendo a contarle a su señora.

   Lodico volvió a vivir. Cuatro días después del encuentro con Cabrero, volvía a calzarse la camiseta granate en Arias y Acha ante Estudiantes de Buenos Aires. Pino se dio cuenta muy pronto que aunque no estaba totalmente recuperado y le faltaba fútbol y condición física,

podía aportar claridad al juego de un joven plantel, que de todos modos no encontraba el rumbo. Durante las tres fechas que duró el interinato de Ramón, Lodico fue titular inamovible. De a poco, el equipo empezó a mejorar pero no pudo evitar ser derrotado en esos tres encuentros consecutivos y la impaciencia del público y el apuro de los dirigentes hicieron el resto. Para enfrentar a Deportivo Español fue apartado Cabrero y se hizo cargo la flamante subcomisión de fútbol. José Luis Lodico estuvo en la cancha con la 5 en la espalda. Lanús formó con Perassi; Egidio Acuña, Sánchez, Beltrán y Sicher; Héctor Romero, Lodico y Attadía; el Pato Aimetta, Jorge Díaz y Carlos Marcelo Fuentes. A los 35 minutos, el futbolista de Español Rubén Arbelo va a disputar un balón con el capitán granate y le aplica un golpe en el oído operado. Lodico se indigna con el jugador, supone que fue mandado y reacciona violentamente. Ambos se van expulsados por agredirse mutuamente. Pero sus ojos apuntan al banco de Español, allí está Roberto Iturrieta, técnico cotizado del ascenso, conocido por sus excentricidades y su condición de tramposo y ventajero, el mismo que en la semana previa había acordado con los dirigentes de Lanús hacerse cargo del equipo una vez terminado ese mismo encuentro. Cuando el martes siguiente José Luis volvió a entrenar, Iturrieta intentó comenzar con los trabajos con naturalidad. Lodico se paró frente a él y le dijo: “¿Vos te pensás que voy a trabajar a tus órdenes, que me vas a dirigir a mí, cuando hace dos días me mandaste golpear? Yo me voy, a mí no me da órdenes un sinvergüenza como vos”. Y así, con mucha pena y sin la gloria que merecía pero con la frente bien alta, el último centrojás de Lanús se retiró del fútbol profesional, esta vez para siempre.

En medio del desencanto que acompañó su accidentado retiro, José Luis Lodico se dedicó de lleno a la pintura. El club Lanús le cedió un pequeño espacio debajo de la platea oficial donde guardaba los elementos. Pintó departamentos, pintó mansiones. La prolijidad de su trabajo y su responsabilidad para cumplir con los clientes le permitieron hacerse un nombre en su nuevo oficio. Pintó carteles de publicidad, pintó más de cien veces el hermoso escudo del club Lanús. Una tarde, mientras delineaba las letras de la promoción de un recital en la pared de la sede de la calle 9 de Julio, después de observar un rato con detenimiento, se le acercó Enrique Carrillo. Pino no lo conocía, pero se trataba de un destacado pintor de cuadros y retratos que tenía su taller en el centro de Lanús Oeste y dictaba clases sólo para aquellos principiantes que veía con condiciones. Carrillo le dijo que por lo que había podido observar, le veía aptitudes como para poder incursionar en la pintura artística. Lodico sintió curiosidad y comenzó su aprendizaje con él. Mientras incorporaba los nuevos conceptos, se puso a pintar paisajes, naturaleza muerta, pintura abstracta y hasta algunos retratos, siempre alentado por su profesor. Pronto comenzó a frecuentar el ambiente del arte y sus obras se empezaron a exponer en distintas galerías. Ganó premios y vendió varios cuadros sin dejar jamás su oficio de pintor de paredes y carteles para poder vivir.

Al cumplir 40 años, la depresión por el accidentado final de su carrera de futbolista había quedado atrás. La pintura le había permitido alquilar un viejo local en la calle Basavilbaso, en Lanús Este, donde jamás le faltó trabajo. Pero el bichito del fútbol le seguía picando, físicamente se mantenía en plenitud, y del problema del oído sólo tenía el mal recuerdo. La vieja y competitiva Liga Amateur de Lanús de cada domingo pronto lo vio brillar, y en ese marco de potrero, Lodico sintió que seguía siendo el mismo. Primero jugó para el Club Pampero, después para el Guido, en las canchitas del distrito pudo desplegar su categoría y recibir el reconocimiento de compañeros, adversarios y el mucho público que siempre se acercaba a verlo jugar. Después de tanta malaria y tantos sufrimientos, con el cariño de siempre de su esposa y sus hijos, con la pelota bajo la suela como pasatiempo y la pintura como oficio, José Luis Lodico volvió a ser feliz

Casi sin darse cuenta, Pino se amigó con el fútbol. Se anotó para hacer el curso de entrenador y le tocó asistir con varios de los ex campeones del mundo del 86, como Jorge Burruchaga, Néstor Clausen, Julio Olarticoechea, y su viejo admirador y compañero, el Negro Héctor Enrique, quien ante los consagrados mundialistas no perdía oportunidad de hablar de la categoría de José Luis, a quien aquellos apenas conocían de nombre. Con esos notables ex futbolistas integró un equipo que supo llevar su fútbol a las cárceles de varias provincias, una tarea solidaria de la que guarda muy lindos recuerdos. Para tener una idea de lo que significó José Luis Lodico para sus compañeros, hay que remontarse al mes de agosto de 1980, cuando Héctor Enrique tenía 18 años y todavía era “Pelé” hasta para su mamá, el día que le comunicaron que por fin iba a debutar en la primera de Lanús, que por entonces intentaba sin éxito lograr el ascenso de la C a la B,  sin imaginar que seis años después entraría en la historia del fútbol mundial al entregarle la pelota a Diego Maradona para que remonte su barrilete cósmico. Aquella tarde que nunca olvidará, el pibe de Loma Verde entró a su casa a los gritos: “¡Vieja, el sábado debuto en primera! ¡Y voy a jugar con Lodico!”

Años después, una tarde apacible de invierno a finales de los años noventa, José Luis se encontraba pintando el escudo que adornaba el fondo de la pileta del Polideportivo, mientras los operarios de la empresa encargada de una reparación llevada a cabo en el sector terminaban con su tarea, advirtió que uno de ellos, mientras barría, se le iba acercando con timidez, mirándolo de reojo, hasta que se animó a hablarle: “Disculpe, usted es José Luis Lodico, hace un montón de años que tengo algo suyo y se lo quiero devolver. Soy hincha de Lanús y fui el que le sacó los botines en la cancha de San Lorenzo en el 76, el día que ascendimos a Primera. Siempre me quedó el remordimiento porque usted gritaba ‘¡Los botines no, muchachos, por favor, que me los compré hace dos semanas de mi bolsillo!’ Y yo se los saqué igual. Le quiero pedir disculpas y se los quiero devolver, porque hasta hoy se los estuve cuidando…”

Al culminar la jornada, como habían acordado, Lodico llevó en su auto al operario hasta su casa, cerca de la avenida Pasco, en un barrio ubicado al este del distrito. Había quedado conmocionado por el recuerdo y las palabras del hombre, que se ajustaban a la realidad. La pérdida de esos botines le había dolido en el alma, y aunque otros pesares posteriores habían sido mucho más dolorosos aún, quería volver a verlos. El tiempo se detuvo cuando ambos ingresaron al humilde living. En el estante de un modular, al pie de la famosa foto del diario Clarín del 19 de diciembre de 1976, en la que se ve en primer plano a José Luis Lodico en andas, ya despojado de su camiseta pero aún con el resto de la vestimenta y con el viejo Gasómetro colmado a reventar como escenario, envueltos en celofán y prolijamente acomodados en una caja abierta, estaban los botines. Pino Lodico se paralizó. “Sáquelos de la bolsa nomás, son suyos” le dijo el hombre con una sonrisa. Pino los sacó con cuidado, sus manos temblaban. Eran los mismos Adidas con las tres tiras amarillas, toda una novedad de entonces, y estaban tan nuevos como en aquella tarde que se los puso por última vez. Los miró con atención y mientras mil recuerdos volaban por su cabeza, los dio vuelta. Entre los tapones, pegados a la suela de ambos botines, había trozos de pasto y barro seco de aquella tarde gloriosa. El pasto del mítico estadio de la Avenida La Plata, un ícono de la historia del fútbol argentino que ya no existe más, testigo de enormes victorias y dolorosas derrotas Granates de aquellos años difíciles e inolvidables. José Luis los contempló y lloró como una criatura. El hombre lo abrazó emocionado. “Que se queden acá, nadie los va a cuidar mejor que vos”, le dijo el crack al despedirse, con la certeza de que nada, ni el peor de los pesares que el fútbol le había dado, había sido en vano.