viernes, 6 de enero de 2023

El dilema del balcón


por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

Los brindis por la llegada de un nuevo año se potenciaron con la extraordinaria conquista de la Selección Argentina en la Copa del Mundo de Qatar 2022 y la inolvidable celebración popular callejera de varios millones de argentinos eufóricos brotando de caseríos, pueblos y ciudades de todo el país para saludar a La Scaloneta. Repasando día tras día las imágenes de las formidables actuaciones, las gambetas, las combinaciones en velocidad y la actualizada vigencia de esa mágica y natural manera de jugar al fútbol desde que la primera pelota empezó a rodar en esta parte del mundo, el pueblo argentino en su conjunto pareció recuperar la confianza de que nada es imposible. Sin embargo, al presidente Alberto Fernández y a sus colaboradores más cercanos no se les ocurrió enviar a algún funcionario destacado de su gobierno, que siempre apoyó a la Selección, para gestionar la visita a la Casa Rosada que se correspondía con tamaña conquista.

  En los meses previos al inicio del Mundial de México 86, debido a las pobres actuaciones de la Selección Argentina que se preparaba para participar de dicha competencia, desde el entorno más cercano al presidente Raúl Alfonsín se realizaron varios intentos para remover al entrenador Carlos Bilardo con el objetivo de buscar otro. Esa era la propuesta que sostuvo el subsecretario de Deportes, Rodolfo O’Really, que contaba con varios seguidores en el gabinete, para sumarse a la campaña desestabilizadora contra Bilardo que encabezaron varios medios poderosos, como la revista El Gráfico y el diario Clarín “de-por-ti-vo…”, operación que Alfonsín desbarató a tiempo. La historia es conocida, una vez en competencia

en suelo mexicano, Argentina sorprendió al mundo con las grandes actuaciones de Diego
Maradona y compañía, ganó sin discusión la Copa del Mundo y apenas concluido el torneo, el plantel completo volvió al país a recibir el cariño del pueblo y el “Perdón, Bilardo” estampado en cientos de banderas.

Alfonsín era un estadista y comprendió la importancia de que los héroes de México 86 pudieran levantar la Copa desde el emblemático balcón de la Casa Rosada. Fue Conrado Storani, ministro de Salud y Acción Social, su mejor amigo entre los integrantes del Gabinete, a quien el primer mandatario envió al país Azteca con la difícil misión de pactar el retorno del plantel completo y la visita a la Casa Rosada para recibir el agradecimiento de un pueblo que como en las todas las jornadas relevantes de la historia, colmó la histórica Plaza de Mayo y ovacionó al plantel campeón. Fue gracias a la iniciativa de Alfonsín y a la comprensión del DT y los futbolistas, que finalmente los campeones se abrazaron con su pueblo. Sin embargo -y pese a que como Alfonsín, Alberto Fernández tampoco viajó al Mundial para evitar ser acusado de mufa en caso de una derrota- el actual Presidente no envió a nadie, y ni siquiera se animó a sugerir públicamente esa alternativa. En cambio en el entorno del plantel, alguien atento y con un libreto estudiado, tiró la consigna: “Vamos a festejar con la gente, pero nada de política” que los jugadores compraron, para terminar cocinados a fuego lento bajo el sol del mediodía de fines de diciembre en un micro descapotado que no podía avanzar entre la multitud, hasta que tuvieron que desistir, defraudando sin querer a millones de argentinos que los esperaban en los distintos puntos anunciados del trayecto previsto. Y a decir verdad, ahí sí que ligamos, porque la engañosa idea surgida para manipular a los futbolistas y mantener al gobierno fuera de pantalla, absolutamente ajena a cualquier tipo de planificación responsable, pudo haber terminado en una tragedia.

Al plantel y al cuerpo técnico de la Selección le faltó una opinión distinta, una voz respetada y escuchada, una omisión que no puede leerse de otra manera que como un grave descuido de un gobierno signado por la debilidad política, las discrepancias internas y la falta de iniciativas. En el entorno del plantel argentino nadie fue capaz de explicar que la Plaza de Mayo, la Casa Rosada y la investidura presidencial son altos exponentes de la historia y la democracia que el pueblo argentino supo conseguir a costa de sangre y sacrificio, y que valorarlos no es hacer “política”. En todo caso, que le hayan dado la espalda con tanta liviandad sugiere que han cedido a la manipulación de los que buscan archivar para siempre todos esos símbolos.

Aunque no hubo Plaza ni balcón, el centro y la periferia de la ciudad, al igual que las rutas de acceso, fueron invadidas por una marea humana de hombres, mujeres y niños felices, cantando y bailando en un desorden absoluto, que como era de esperarse nunca pudo llegar a ver a los futbolistas pero se la bancó sin generar ningún tipo de violencia. Lo mismo ocurrió con los varios millones de personas que se volcaron a las calles de las ciudades del resto del país. La respuesta festiva que siguió a la gran epopeya deportiva fue como debía ser, sin incidentes, y ni siquiera la tardía represión llevada a cabo por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para desalojar a los más estoicos festejantes de la zona del Obelisco pudo empañar la jornada de alegría, una gigantesca fiesta popular que rompió los moldes de la tristeza y los padecimientos que se sufren en todo el país, una celebración que nos devuelve la esperanza de saber que seguimos teniendo aquella capacidad de movilización que nos caracterizó ante el mundo entero, y esa vigencia nos permite soñar que alguna vez, como ya pasó varias veces en nuestra historia, podamos volver a plantarnos contra las mentiras, los atropellos y todas las desgracias que, si no reaccionamos, nos van a seguir castigando con el verso de que la culpa de todo la tiene el populismo.