domingo, 10 de mayo de 2020

Fantasmas Granates / Ficción

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com


Ni bien abrí los ojos tuve la certeza que se trataba de un sueño, uno de esos sueños patentes, de imágenes firmes y contornos nítidos, que llegan solo algunas veces, cada tanto, en el medio de la noche. Lo supe cuando me vi en la pieza grande de la vieja casa chorizo de mi infancia, y cuando divisé el poster de Los Gatos que había pegado en la pared  mi hermano mayor, el que con once o doce años dormía plácidamente en la cama de abajo. Y por sobre todas la cosas, lo comprendí perfectamente cuando al saltar de la cama de arriba, el chiquito de seis años que fui se asustó del estruendo que hizo al caer sobre el parquet, el hombre de más de cien  kilos que soy ahora.
    En tres pasos llegué al comedor: Allí, con la pava caliente y cebando el viejo mate de loza de cada mañana estaba mi papá, todavía joven y tan lleno de vida como lo está en mi recuerdo. Aún le faltaban diez años para el medio siglo que yo tengo ahora, y que él no llegaría a cumplir. Me alzó como entonces, me besó en la mejilla y me sentó a su lado sin esfuerzo, esas cosas maravillosas e inexplicables que tienen los sueños. Todo era en blanco y negro, en la Spika sonaba un tango de Gardel y papá me recibía sonriente después de haber leído la tira de Mafalda en el diario El Mundo. Es increíble que teniendo tantas cosas para hablar, tanto para preguntarle y tanto para contarle, lo primero que le dije fue: “¡Papá! ¿Viste que la
gente le echa la culpa de todo al entrenador? Cuándo ganamos, es gracias a los jugadores, cuando perdemos, es culpa del director técnico…”
     Mi viejo me miró, me arregló el desorden de un jopo que ya no tengo, y me contestó extrañado: “Noooo, ¿Quién le puede echar la culpa a Freire? Si Manolo Silva estaba enchufado, a Temperley le ganábamos fácil. Quedate tranquilo, igual vamos a ascender, tenemos un equipazo ¿Vos le das bola a los muchachos que se juntan conmigo a hablar de fútbol en la esquina de Arias, después de los partidos? Siempre están desconformes, viven lamentándose por el campeonato que se les escapó a Los Globetrotters…”
     Yo seguía enganchado con lo mío, tenía miedo de despertarme y quería compartir mis inquietudes con él: “Si no supiera nada los jugadores no le darían pelota, tenemos un campeón mundial, otro que jugó dos Copas del Mundo, y varios convocados a la Selección Argentina…” El viejo largó una carcajada y me respondió con la paciencia que siempre me tenía: “No, pichón, ¿Quién te engrupió? Eso es en Boca y en River, que ahora se les dio por contratar extranjeros y presentar el fútbol espectáculo. El único de este equipo que jugó en la Selección fue el Nene Guidi, pero cuando era joven, hace como diez años. Nosotros podemos ascender, pero siempre seremos un club chico…” Ahí medio que me le retobé: “¿De qué club chico me hablás, papá? ¡Si somos el más grande del sur por lejos! Este año vamos a ganar la Copa, vas a ver…” Y él volvió a regalarme esa hermosa sonrisa que tanto recuerdo, para decirme: “Marcelito, por más que ganemos la Copa Amistad vamos a seguir siendo un equipo chico ¡Mirá los rivales que tenemos! Talleres de Escalada, Banfield, Los Andes, ¡Si no le ganamos a esos nos tenemos que matar! Lo que pasa es que nos viene persiguiendo la mala suerte, y además, siempre nos bombearon. La del '49 ya te la conté, y después aquella tarde negra de Los Globe del '56. Aunque siempre jugamos el mejor fútbol, no ligamos. Si un día tenemos que volver a definir la permanencia, aunque tengamos que jugar con clubes como Platense, El Porvenir o Villa Dálmine, seguro que cualquiera de esas murgas nos manda al descenso”, me dijo con un tono profético que me sobresaltó.
    “Vení, mirá, te voy a mostrar algo que te va a sorprender”, me dijo abriendo una carpeta Granate, con el escudo estampado en la portada. “El club consiguió que le cedan parte de los terrenos del ferrocarril. Ese baldío lleno de tornillos donde van a jugar ustedes pronto será la Ciudad Deportiva. Mirá este plano. Eso que parece un trébol va a ser la gran pileta de natación. Esta va a ser una zona de camping, con parrillas, con juegos. Acá va haber otra cancha auxiliar con pista de atletismo. ¿La ves? En esta zona van a hacer cuatro canchas de tenis, y en la cancha van a completar la platea de cemento ¿No es fabuloso? ¡Lo mismo que está haciendo Boca en la Costanera Sur, Lanús va a tener su Ciudad Deportiva…!”
    No tuve tiempo de responderle, de pronto todo se oscureció y no tuve necesidad de abrir los ojos para saber que el sueño había terminado, que ya no estaba en aquella casa, y que a mi lado ya no estaban ni él, ni mi mamá y tampoco mi hermano mayor. Y sobre todo, que ya no volveré a tener seis años para charlar con mi viejo sobre el pasado y el presente del club de sus amores. Me levanté con una profunda nostalgia por aquello que perdimos.        Luego, mientras le contaba a mi hijo nacido en el año en que Lanús ganó la Conmebol, dos décadas después de la partida de su abuelo, todavía recordaba con claridad cada uno de los detalles. Viendo que alguna lágrima se deslizaba por mi mejilla, el pibe me consoló con esa naturalidad tan común en los adolescentes: “Papá, mejor así, si el abuelo llega a ver lo que es hoy el club Lanús, no creo que el corazón le aguante...”
   “Acá estaba la pizzería de Pedro, tenía un metegol, un par de flippers y a su hija Norma, que nos tenía cagando, sin importarle ni un poquito que estábamos todos enamorados de ella. Allá, la despensa del Gordo de la Coca Cola afuera…”, le digo a mi hijo mientras avanzamos por la 9 de Julio rumbo al Néstor Díaz Pérez. Venimos de ganar por el Torneo Clausura en Mendoza con los suplentes, la ciudad asimiló la derrota en Río por 2 a 1 como un resultado aceptable y hay absoluta confianza de que en un rato nomás vamos a superar al Vasco con comodidad para pasar de ronda. “¿La despensa del Gordo de la Coca Cola afuera, se llamaba?” pareció interesarse el pibe. Le explico que aquel negocio se llamaba Las Delicias, pero que alguien muy perspicaz la había bautizado así por la gruesa figura del dueño y la gran heladera de la famosa marca que adornaba la puerta del local, motivo principal de que la despensa estuviera abierta a toda hora. “Ahí estaba la librería de Fochezzato, acá Foto Pastore y ese es el Club Paz, el lugar de las tardes de mi adolescencia, donde aunque ya no está el viejo y querido ‘Lenin’, la misma mesa de ping pong y aquel antiguo billar permanecen intactos y en el sitio de entonces, aunque según parece, hace varios años que nadie se acerca a jugar”, le voy diciendo mientras doblamos por Guidi, y casi estamos llegando a General Arias. Está fresquita la noche pero igual el clima de gran partido se nota en los alrededores de la cancha, que de a poco se va llenando.
    Mientras el pibe saca las entradas, me detengo frente a la monumental obra que pronto le pondrá el broche de oro al gran estadio. El lugar me trae muchos recuerdos, de lo vivido y de lo que me han contado. Imagino que un viejo micro entra por el portón y se detiene en la zona protegida, donde  está el imponente Chevallier que trajo al plantel brasileño. Imagino una escena en blanco y negro que escuché varias veces en mi infancia. Los hinchas rodean a los jugadores que bajaron del insólito transporte muy exaltados. “Nos estaban afanando, y encima les dan ese penal a dos minutos del final. No quedaba otra. Si lo seguíamos jugando éramos boleta segura. ¿Ellos se retiraron y se jugó de vuelta? Bueno, ahora nosotros impedimos que pateen el penal, que esa manga de delincuentes con Ducó a la cabeza decida qué deben hacer…”   Reconozco la voz de mi tío Salvador, el capitán del equipo, explicando lo que había sucedido esa tarde de febrero de 1950 en River, en la interminable definición del descenso del '49 frente a Huracán. Camino hacia el fondo entre una bruma que pinta todo de color sepia. De pronto tropiezo con Pachamé, que sale del buffet de "Pitingo" con una pila de tablas al hombro, e igual me tira un planchazo a la pasada. “¡Hijo de puta! ¿Viniste a robar, y como no te podemos pagar, te llevas la cancha de bochas de los vitalicios? ¡No tenés vergüenza...!” escucho que alguien le dice, pero no veo, porque de pronto no hay nada de luz. A mi izquierda está la vieja tribuna de madera de Italia Chica, coronada por dos de las inmensas torres que nunca jamás pudieron dar su fruto. Sigo caminando y el terreno se hace irregular, todo es más amplio y agreste. Un sol repentino es tapado por una pelota de tiento algo deformada, soy uno más entre esos pibes que corren tras ella, “Nenito” Baillé salta a cabecear con el Muni Rojas y en seguida se arma un alboroto, alguna palabra subida de tono, un empujón, y uno que grita “¡Rajemos que viene Suterráneo…!”
   Me trato de alejar, pero escucho un: “¡Eh, muchacho, ojo que te metés en la laguna de petróleo!” Es la voz de un anciano montado a bordo de la inseparable bicicleta de sus últimos años. Es el Colorado Manfrín, gloria granate de la década del ‘20 e incansable a la hora de agarrar las herramientas para meter mano allí donde haga falta. Intento volver, y en el camino me cruzo con un joven Luciano -su hijo Martín Vassallo Argüello todavía no ha nacido- que va raqueta en mano rumbo a las canchas de tenis recién inauguradas. Ruge la multitud, vuelan papelitos, las imágenes se aceleran y la iluminación vuelve a resplandecer hasta quemar los ojos. Carlitos Colectivero trata de estacionar al lado de la vieja canilla; el flaco Aníbal, con su único traje, relata las instancias de un partido, Cuchu larga una risotada al pasar y un viejo flaquito de pelo anaranjado baila y se contornea al paso de una comparsa imaginaria, mientras la muchachada se vuelve loca y lo alienta: “¡Pi-zza Verde!, ¡Pi-zza Verde!”. Lanús es una fantástica e interminable fiesta popular que trasciende al paso del tiempo.
  “¡Dale, papá!, ¡Dale que empieza el partido!” grita mi hijo con las entradas en la mano y me sacude la nostalgia por aquello que ya pasó, el recuerdo de un mundo demasiado distante y ajeno a la realidad de esta fría noche de miércoles 9 de mayo de 2012, cuando todo esto sucede, y Lanús está por enfrentar nada menos que al Vasco da Gama de Río de Janeiro por los octavos de final de la Copa Libertadores en una Fortaleza de cemento poblada por 30.000 granates enfervorizados.