sábado, 18 de abril de 2020

Descendiendo al infierno

por Gabriel Celso Gallego*

El edificio no es común, se destaca en la zona y todos, por una u otra causa lo conocen.
Guarda secretos y gritos. Dolores y encuentros. Pequeñas cosas nos hacían creer que, allí adentro, también habíamos sido fugazmente felices.
Las angustias y las sonrisas no eran continuas. Estar allí, con sol y lluvia, hacinados y otras veces inexplicablemente solos, obligaban a soportar unas y esperar las otras.
Esa tarde, la última, yo ya conocía la condena.
Encerrados, mirando y siendo mirados por los demás,  ocultando angustia, transpirábamos pese al frío y no sabíamos bien qué hacer.
Me ayudaba imaginar otro tiempo, más feliz, con sonrisas fáciles y abrazos de festejo.
Saltos y gritos.
No había ahora lugar para esto. Escucho el silencio de bocas abiertas por el asombro, por lo no deseado ni querido. Nos capturaron descuidados y ahora debíamos pagar, luego de sufrir varios meses adentro.
Apretaba las manos pretendiendo cambiar algo, pero la cosa estaba jugada.
Cuando el juez allí presente dio por finalizada la ceremonia, de la que participábamos sin posibilidad de recurso alguno, comenzó a hacerse efectiva la condena. El dolor era grande, pero peor aún, era inexplicable, injusto.
Nos condenaron por participar de un sueño, pagábamos por errores de otros.
Todos.
Sin entender siquiera por dónde debíamos salir, teníamos que abandonar el edificio. Confusos y llorando, queriéndolo o no, veíamos como San Lorenzo saludaba y consolaba a nuestros jugadores, a ese Independiente que se iba al descenso.

                                                    (*) Abogado, fue presidente del Tribunal de Faltas de Lanús