sábado, 22 de junio de 2019

Burros, timba y fútbol

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

   Se suele decir no sin orgullo que Lanús no es un club de fútbol, sino un club con fútbol, afirmación simpática y muy remanida que sólo en parte se ajusta a la realidad. Sí es muy cierto que a diferencia de los clubes que hoy componen la elite, los cuales en su mayoría fueron fundados en la primera década del siglo pasado por los propios jóvenes futbolistas amateurs ávidos de competencia pero sin demasiadas ambiciones institucionales, a Lanús lo fundaron un grupo de vecinos de buen pasar ligados a la política y los negocios. Ninguno de los que firmaron el acta de fundación practicaban fútbol ni ningún otro deporte que no fuera el juego de baraja por altas sumas de dinero y todo lo relacionado con el juego de apuestas, prácticas muy afines a los jóvenes de clase alta poco apegados al trabajo y con mucho tiempo libre, como eran aquellos quienes le dieron vida a la entidad Granate, hombres provenientes de familias acomodadas y ligados a la política conservadora que imperaba en Buenos Aires en 1915.
    Rosas perdió su poder en 1852 en la batalla de Caseros, y Anacarsis Lanús, un joven comerciante nacido en 1820 en Concepción del Uruguay, adquirió sus tierras en una zona despoblada del pago del Riachuelo en 1854. Era una chacra con tambo, una casona señorial y una capilla erigida en 1873 que hoy podemos visitar en la esquina de Llavallol y Dr. Melo, en la zona top de Lanús Oeste. De las casi ciento setenta hectáreas de la chacra, sólo sobreviven la capilla de Santa Teresa y el mirador de la casa de campo, que se asoma detrás de la fachada de una vivienda particular ubicada justo enfrente del club Quintana, en el barrio que hoy conocemos como Villa Martínez de Hoz. Anacarsis venía haciendo buenos negocios en tiempos de Rosas, pero su gran fortuna la obtuvo junto a Mitre como proveedor

de la vestimenta de los ejércitos de la guerra de la Triple Alianza, un verdadero genocidio contra el pueblo paraguayo que comenzó en 1864 y culminó en 1870. Es muy probable que debido a su cercanía con el poder, don Lanús estuviera informado al comprar sus tierras que una compañía inglesa trazaría una línea férrea entre Buenos Aires y Chascomús, una enorme extensión de pasturas con ganado, saladeros y tambos en pleno crecimiento, donde preexistían los pueblos de Avellaneda, fundado en 1852, Lomas de Zamora en 1861 y Banfield en 1872, adonde fueron a afincarse los primeros contingentes de sobrevivientes de la fiebre amarilla que tenían intereses comerciales en el sur, familias de buen pasar que contribuyeron a poblar la zona. En 1865 Anacarsis Lanús fue uno de los propietarios que cedió parte de sus terrenos al paso del ferrocarril, y recibió a cambio el permiso para hacer un apeadero -en el mismo lugar donde hoy se encuentra la Estación- que ante la escasísima población de la zona estaba destinado casi exclusivamente a su servicio. Quien quería abordar el tren en dicho apeadero debía manifestarlo haciendo señas claras al maquinista. Quien quisiera bajar allí, debía comunicarlo previamente al guarda del tren. La historia del lugar iba a cambiar muy pronto, a partir de la pasión que los hijos de Don Lanús, Juan y Anacarsis, sentían por el turf, toda una novedad para el Buenos Aires de entonces.

   “Los primeros y modestos hipódromos creados en las décadas de 1860 y 1870 en los alrededores de la ciudad –el de Lanús, el de Morón, el de Belgrano y el de Luján eran los más frecuentados– permitían el acceso más o menos libre de los espectadores, muchos de los cuales seguían las alternativas de las carreras desde sus propios vehículos o sobre el lomo de sus caballos. Así sucedía, por ejemplo, en el hipódromo erigido en la propiedad perteneciente a Anacarsis Lanús y donde hasta entrada la década de 1880 se disputaron importantes carreras. Ubicado a unos quince kilómetros al sur de la ciudad, a poca distancia de las vías del Ferrocarril Sur, en el predio que hoy delimitan las calles 25 de Mayo, Carlos Casares, Máximo Paz e Hipólito Yrigoyen, e inaugurado en 1871, el Circo de Santa Teresa poseía una tribuna con capacidad para unos mil espectadores, pero era ‘poco cómoda’, por lo que, según informa la prensa, las damas presenciaban las pruebas sin descender de sus carruajes. En los carros que conducían a los espectadores desde la parada ferroviaria hasta el hipódromo, señalaba sin alegría el cronista de un promotor del refinamiento del turf como El Nacional, ‘se codeaban el endomingado high life y el negro peón’”, del libro Historia del turf argentino, de Roy Hora.
   Es indudable que la proximidad con el Circo de Santa Teresa fue determinante para que el emprendedor Guillermo Gaebeler, amigo y compañero de ideas de Anacarsis, adquiriera otras 47 hectáreas pertenecientes a la Suerte Nº 9 de Don Juan de Zamora para proceder a su loteo, lo que nos lleva a deducir que entre los primeros compradores, casi todos vecinos del Colegio San José, donde Gaebeler estudió, se destacaba una importante presencia de ricachones porteños que soñaron con una vida más próxima a su nueva pasión, los burros, y a la vez más lejana al flagelo y la muerte de la peste que había desolado el barrio de San Telmo, cercano a San Cristóbal, la barriada de donde provinieron los primeros adquirientes de los lotes de la Villa delimitada por las actuales calles Basavilbaso, Eva Perón, Gral. Madariaga y Ramón Cabrero que fuera fundada por Gaebeler el 29 de septiembre de 1888.
    El Circo de Santa Teresa fue desmontado en 1904, y los burros siguieron su destino en Palermo, más tarde en San Isidro y el resto de las principales ciudades del país. Nuevas formas de escolaso, como el poker, los dados y la quiniela siguieron dominando las ansias de una ciudad nacida con el juego, y que se terminaba de lotear dificultosamente entre compradores de menor alcurnia llegados del viejo mundo para desplegar su conocimiento en oficios varios. Sin embargo, pese a la inclinación por el juego que estaba profundamente arraigada, sería injusto decir que no estuvo en la intención de los fundadores de la entidad Granate la creación de un club de fútbol que represente a la elite que habitaba el nuevo pueblo y que había llegado hasta aquí para quedarse, más tentados por la proyección política de la antigua región lanera y ganadera, una extensión de terreno surcado por el ferrocarril del sur, apto para vivir y crecer, y una ideología conservadora para sostener. Si bien ninguno de ellos jugaba al fútbol, tuvieron la astucia para comprender que la caída del Lanús United, fundado en 1911 y participante de la división Intermedia de la Liga principal, la primera del ascenso, era inevitable y que ellos, con sus aceitadas relaciones con el poder, podían aprovecharlo como finalmente sucedió, acontecimientos que ya hemos contado.
   Lo cierto es que un 11 de abril de 1915, apenas 98 días después de la firma de su acta fundacional, acaecida el 3 de enero de ese mismo año en el Club del Progreso de Villa General Paz, y con un rejunte de futbolistas amateurs de los equipos de la zona, realizado contra reloj, el Club Atlético Lanús debutaba en la división Intermedia de la Asociación Argentina de Football, y ese debut apresurado y contra todos los pronósticos bien puede ser considerado el primero de los varios milagros que embellecen la incomparable historia institucional, aunque la turbia estirpe timbera y nocturna de muchos de sus socios y vecinos siguiera viva por varias décadas más. A punto tal, que durante las horas difíciles de principios de los años 70, de manera organizada, los dirigentes del club encontraron en el juego clandestino una tabla de salvación a la crisis económica, idea que generó muchas simpatías, ya que los vecinos encontraban en la ayuda al club un incentivo para probar suerte, y que terminó de la peor manera: alertada por los bancas de la zona, quienes veían una notable merma en la demanda del juego que administraban, llegó la Policía y hubo un escándalo de importancia: denuncia, allanamiento y don Francisco Attadía, veterano dirigente del club y hombre honorable, quien terminó detenido y debió pasar 30 días preso.
   Una esencia que perduró hasta ya entrados los años 90, cuando por las noches y con sigilo ingresaban diariamente varios jóvenes caracterizados de la ciudad, que amanecían jugando al poker en el primer piso del centenario edificio de la sede de 9 de Julio que da espaldas a la calle Córdoba, donde de manera más que apropiada hoy funciona el Museo de una entidad que como ninguna otra desborda de grandes historias para ser contadas.