domingo, 13 de septiembre de 2020

Avellaneda, Lanús: Ese extraño y profundo amor

por Omar Dalponte

omardalponte@gmail.com

Chamuyos en pandemia

Primera parte
  Desde mi pasión lanusense siento también un extraño y profundo amor por Avellaneda, comarca dueña de una historia conmovedora que hoy, como gran parte del mundo, no escapa a las adversidades de un presente complicado y amargo desde el cual resulta muy difícil imaginar el futuro. Pero el futuro llegará. Con nuevas penas y alegrías, pues el paso del tiempo es inevitable, y si bien es cierto que la actualidad está cargada de dudas y temores, tenemos la certeza, por ahora, de que los pueblos no desaparecerán. Las generaciones venideras vivirán su presente, y bien o mal, trabajarán para su futuro. Así es la vida. Por lo menos la vida que conocemos.
     Alguna vez dije en uno de mis modestos trabajos: Avellaneda nació, creció y existirá siempre tal como es. Sin misterios, transparente. Y sigo creyendo que así fue y así seguirá siendo. Desde las primeras tolderías y barracas, desde sus primeros caseríos en las cercanías del riachuelo y en las proximidades del río abierto hasta llegar a hoy, ocurrieron muchas cosas. A partir de aquellos primeros agrupamientos que más tarde se convirtieron en pueblo hasta convertirse, con avances y retrocesos, en un centro urbano industrial y comercial de gran envergadura, significando lo que hoy significa, Avellaneda pasó por muchas etapas. Cada una de esas etapas fue contada con verdades o mentiras, con datos exactos o imprecisos, con mesura o exageración. O cómo cuentos o relatos que viajaron sin paradas intermedias desde el territorio de afiebradas imaginaciones a las fabulaciones más absurdas. Pero, por fortuna, esta tierra tan nuestra, tan de todos, contó y cuenta con historiadores notables y mucha gente de la Cultura que produjeron y producen obras
sumamente importantes, de gran calidad, elaboradas con seriedad en base a documentación auténtica. Dichas obras enriquecieron y enriquecen nuestros conocimientos y gracias a ellas como gran soporte, podemos tener a mano un retrato fiel de este querido territorio tan caro a nuestros sentimientos. Por ello, en esta nota garrapateada en primera persona, cosa por la cual pido disculpas a los queridos lectores, creí conveniente no opinar respecto a cuestiones históricas que, como dije, han sido tratadas con gran enjundia por parte de valiosos autores.
    Sí, me atreví a intentar un paseo por nuestra Avellaneda, utilizando un ramillete de palabras a manera de vehículo, como quien vuelve a transitar caminos alguna vez recorridos para revivir momentos felices. Es decir: quise darme un gusto y compartirlo con quienes posiblemente lean estas líneas.
¿De donde viene eso del “amor extraño y profundo por Avellaneda”? Probablemente por varios motivos. Durante mi niñez, por diferentes razones, siempre se habló mucho de esta ciudad y sus localidades que son siete en total más una no oficial, Crucesita. Las demás son Avellaneda (ciudad cabecera) Piñeyro, Gerli, Sarandí, Villa Domínico, Wilde y Dock Sud.
   Mi madre nació en Avellaneda en el año 1910. En una casita humilde de un lugar semi descampado cercano a la esquina de las hoy calles Centenario Uruguayo y Camino General Belgrano. En esa esquina todavía existe la propiedad en la cual, por aquellos años, funcionó el almacén “La Polvareda”. Ese tradicional negocio, establecido durante mucho tiempo, era el proveedor del vecindario y parada obligada de carreros y troperos que paraban para un vino, un poco de yerba o su ginebra al paso. Por Centenario Uruguayo, entonces calle de tierra, hacia el lado del río, o sea hacia el este, estaban afincadas las chancherías que, a través de los relatos familiares y de mis recuerdos, rescaté como viejas postales amarillas. En mi memoria conservé –naturalmente- nombres de personas que no conocí. Nombres que por haber estado tan presentes en las conversaciones de sobremesa escuché miles de veces e incorporé en mi mente como si hubiesen sido familiares cercanos. Los “allevatore di suini” , o sea los criadores de puercos. En aquellas charlas de mis viejos con los tíos siempre aparecían anécdotas cuyos protagonistas habían sido Giusseppe, el tío Luigi, el Fara o el Gril que, como alguna vez comenté en mi Retazos Históricos, eran paisanos italianos, algunos procedentes de Bérgamo, provincia de la Lombardía, Italia, que frecuentemente se juntaban en interminables partidas de “brisca”, de “tres siete” o “tutte cabrero” en el almacén y fondín que sobre la entonces calle Agüero, frente al cementerio municipal, atendía don Pedro Dalponte, un trentino hermano de mi abuelo Emilio, venido del norte de Italia que alguna vez, según se decía en mi familia, había oficiado de cochero de Domingo Faustino Sarmiento. Es muy probable que así haya sido, pues las fechas de nacimiento y fallecimiento de don Pedro indican que, efectivamente, vivió en el tiempo del notable sanjuanino. Mi padre, César, nacido en 1894 en Talleres -pueblo que luego, en el partido de Lanús se llamó y se llama Remedios de Escalada- en sociedad con mi abuelo fueron, alrededor de 1925, propietarios de dos colectivos a los que por su forma y tamaño la gente le decía “La cucaracha”. Hacían el recorrido desde el cementerio municipal hasta el viejo Puente Barracas. El emprendimiento no progresó porque durante el gobierno conservador de Alberto Barceló, el tema de la habilitación y funcionamiento de algunas líneas de colectivos estaba, de acuerdo a algún comentario y en el registro de alguna publicación, bajo el control de Juan Ruggiero quien, a través de un tal Emilio Leoni, personaje que mi viejo puteaba con frecuencia, les exigía una coima que debía ser abonada todos los días antes de iniciar el recorrido. La exigencia se rechazó y se acabó la experiencia empresaria.
Tal vez, la vinculación de mis viejos con Avellaneda y los tantos relatos escuchados, hicieron germinar en mi ese “extraño y profundo amor” por este pedazo de sur, despertando también el interés por recorrerla y conocerla. Pero permítanme caminar un poco por esta gran aldea y mencionar, imaginando una reunión en rueda de amigos, un puñado de lugares que para mí fueron y aún siguen siendo espacios de belleza suburbana donde se siente la calidez humana y se aspira aroma a pueblo. Algunas localidades me parecen que son semejantes. Tal el caso de Gerli y Piñeyro, ciudades formadas y desarrolladas cerca de caminos importantes, grandes avenidas y de estaciones ferroviarias. Alguna vez hubo dentro de sus perímetros, o muy cerca, grandes establecimientos industriales (Papini, Gurmendi, Tamet, La Lanera Argentina, Cotecnica y algunas más) y que yo recuerde, no muchos espacios verdes salvo los predios de algún club o institución popular. Sarandí, también de edificaciones bajas salvo en las cercanías de Avenida Mitre, fue lugar de fabricas importantes como por ejemplo Pinturas Pajarito, La Sulfúrica, y otras que sobre la calle Agüero, hoy llamada Crisólogo Larralde, permitieron en su época dar a la barriada una fisonomía muy particular por el ir y venir de mucha gente, el movimiento comercial de pequeños y medianos negocios y la proliferación de fondas que a la hora del descanso para el almuerzo se abarrotaban de obreros. La fábrica de vidrios, que durante muchos años estuvo ubicada en la manzana de las calles Rivadavia, Supisiche, Belgrano y Salta, proporcionó al barrio un distintivo muy propio. Y constituyó una fuente de trabajo muy apreciada pues su personal, mayoritariamente, estaba compuesto por muchachos del vecindario que percibían interesantes quincenas pudiendo, con cierta comodidad y frecuencia, hacerse un traje a medida para lucir en las milongas. En la actualidad, demolido el viejo edificio de la fábrica, existe una plaza que, por lo menos sirve para solaz de los vecinos y por suerte recuerda el nombre de un reconocido luchador social: Pascual Romano. En ese sector de Sarandí un sello institucional sobresaliente significó y significa el cuartel de bomberos voluntarios. Además de su tarea específica, por si misma valiosísima, aportó mucho como entidad social. En su magnífico salón, entre otras actividades, se efectuaron festivales, se realizaron prácticas de patinaje y sus bailes fueron animados por grabaciones de moda. También, y con marcado éxito, con la participación de varias de las grandes orquestas típicas y de jazz de las décadas de 1940-50. Pero si algo distinguió y aún distingue a Sarandí es la existencia de su gran cantidad de instituciones populares como clubes, bibliotecas, sociedades de fomento etcétera. Una de sus referencias deportivas de relevancia es el club Arsenal, cuya sede original funcionó por mucho tiempo en una antigua casa ubicada en la esquina de las calles Soler y O”Higgins. Hoy cuenta con modernas instalaciones y un buen estadio para la práctica del fútbol profesional.
                                                                                                                                                                                                                                                                   (Continuará)  

(*) Ex director del Museo Municipal de Lanús