viernes, 13 de diciembre de 2019

El Capitán Justo Montenegro

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

     Nacido en 1915 a la vera del Paraná en la ciudad de La Paz, Entre Ríos, Justo Anselmo Montenegro fue el menor de nueve hermanos de una familia muy humilde, que en busca de un horizonte mejor para alimentar a su prole se mudó al Dock Sud en 1924, a un enorme terreno alejado de los núcleos urbanos que entonces empezaban a poblarse. En las cercanías del puerto de Buenos Aires, los Montenegro siguieron padeciendo penurias económicas. El pequeño Justo, que extrañaba profundamente el río de su ciudad, se pasaba los días en el puerto, extasiado con el movimiento de los enormes barcos. Fue así cómo los padres del niño confiaron su cuidado a un veterano capitán que le había brindado comida y atención al pequeño, que a los 12 años ya soñaba con ser marino. Con su tutor aprendió el oficio de remolcador, luego se recibió de contramaestre y más tarde de capitán y práctico, el lugar más elevado del escalafón, destinado a aquellos pocos marinos capaces de entrar y sacar barcos de las dársenas de los puertos.
   Al contraer enlace, Justo Montenegro se mudó a Lanús oeste, y algunos años después fijó residencia en la calle Tucumán y Oncativo, en Lanús Este, donde crecieron sus tres hijos. La vida de Justo se fue desarrollando en las diferentes embarcaciones, los puertos, los ríos y los mares, siendo uno de los navegantes más sabios y dúctiles para realizar el ingreso a puerto de las grandes embarcaciones. Buscando mejorar su situación económica, durante la Segunda Guerra Mundial se ofreció para cumplir una tarea de alto riesgo pero muy bien remunerada: por un salario 500 veces mayor al que percibía en el puerto, junto a una selección de expertos voluntarios de distintos países de América del  Sur, en 1943 Montenegro se incorporó a la Marina de Guerra de los Estados Unidos como capitán de un enorme buque que formó parte de las 150 embarcaciones que conformaron el más grande de todos los convoy que hicieron la más peligrosa travesía, que partió de Nueva Orleans en
el que sería el último viaje de reaprovisionamiento rumbo al norte de la URSS para abastecer a las tropas soviéticas que resistían la invasión de Hitler.
    El convoy contaba con la custodia de dos portaviones, cuatro barreminas, diez destroyer, ocho corbetas ligeras, cuatro cruceros y ocho fragatas, y navegaba acompañado por diez submarinos. Los más de cien cargueros llevaban 16.000 toneladas de armas, comestibles y medicamentos. Era sabido que muy probablemente iban a ser blanco de las flotas alemanas y japonesas que, provistas de destructores, submarinos y portaaviones con bombarderos tripulados por kamikazes, patrullaban el océano con la misión de impedir a cualquier costo que la valiosa carga  llegue al puerto de Murmansk, en el norte de la ex Unión Soviética, para luego descargar en Odessa. Después de sufrir varios ataques y perder muchos tripulantes en distintas acciones bélicas, el buque del capitán Montenegro llegó a destino muy averiado, aunque con su carga intacta y con 28 tripulantes muertos que fueron sepultados en tierra soviética. El viaje de vuelta estuvo también jaqueado por las tropas enemigas, que volvieron a producirle nuevas averías y numerosas bajas. Cuando Justo Montenegro volvió sano y salvo a tierra americana, la contienda llegaba a su fin. Don Tito había visto bien de cerca la muerte de compañeros y los horrores de la guerra, los recuerdos de aquella heroica experiencia nunca lo abandonarían.
   Culminada la contienda, el capitán Montenegro volvió a trabajar en el Río de la Plata y en el Paraná al mando de buques remolcadores, tareas reservadas para los expertos en maniobras complejas. Pero una vez más, la vida lo puso en las puertas del infierno: Justo Montenegro tuvo activa participación en la mayor tragedia de la historia del Río de la Plata. Fue el 17 de agosto de 1957, cerca de la costa uruguaya de Carmelo, cuando el buque de pasajeros Ciudad de Buenos Aires, barco mellizo al vapor de la carrera Ciudad de Montevideo, que al mando del capitán Silverio Brizuela había zarpado con buen tiempo a las 17:00 de la Dársena Sur del Puerto de Buenos Aires con destino a Concepción del Uruguay, fue embestido por el carguero Moormacksurf, de bandera estadounidense. El choque se produjo debido a la intensa niebla pasadas las 22:30. El impacto del carguero, que había salido de Rosario con su carga completa, partió en dos al buque por estribor, que en apenas 19 minutos se hundió por completo. La mayoría de los pasajeros estaban en sus camarotes, y no tuvieron tiempo de reaccionar. Al principio hubo sorpresa, pero a medida que pasan los minutos la gente comienza a correr por los pasillos inclinados gritando y tratando de subir a las cubiertas superiores. Otros, al escorarse rápidamente a babor quedaron colgados de los elementos del barco y al soltarse caían al agua fría. Varias mujeres corrían con sus hijos en brazos o de la mano. Debido al estallido del tanque de combustible del buque, la superficie del río se cubrió rápidamente con una capa de fuel oíl, lo que dificultó notablemente las tareas de rescate de las víctimas. Los botes salvavidas estaban atascados y sus mecanismos oxidados, las poleas estaban pegadas por las sucesivas capas de pintura.
   Al mando del remolcador de bandera uruguaya Don Pancho, que se encontraba en las cercanías, estaba el capitán Juan Anselmo Montenegro quien ni bien escuchó los pitazos de auxilio hizo desenganchar la embarcación que remolcaba y acudió rápidamente en socorro del barco siniestrado, llegando poco antes de las 23:00, justo en el momento en que el “Ciudad de Buenos Aires” desaparece por completo en el río. El canal tiene allí unos 20 metros de profundidad y por todos lados se veían personas que se agitaban flotando con salvavidas o tomados de maderas y gritaban por auxilio. Gracias a su rápida llegada y su pericia, el patrón Montenegro logró rescatar a 75 víctimas, a los que trasladó a Nueva Palmira. El luctuoso saldo fue de 95 personas muertas, 72 pasajeros y 23 tripulantes, un muy elevado número considerando que transportaba 220 pasajeros. No se pudo salvar ningún niño. Tampoco se pudo saber con precisión cuántos murieron. No había registros dado que los menores de 10 años no pagaban pasaje. Ninguno de los botes de salvamento fue utilizado. Tampoco la mayoría de los 936 salvavidas personales, muchos de los cuales, según aseguraron los sobrevivientes, no estaban en condiciones. El capitán Silverio Brizuela cumplió con la ley del mar. En los últimos momentos de flote de su barco se suicidó de un disparo. El jefe de operadores Romeo Vázquez se hundió con el barco irradiando la posición y la señal de socorro.
   El capitán Montenegro fue condecorado como el máximo héroe de la funesta jornada por las 75 víctimas que logró rescatar. Varios medios lo entrevistaron. Don Tito, pese a su heroico comportamiento, nunca pudo olvidar una de las tantas imágenes de horror de aquella tragedia: “Vi al lado de mi embarcación a una madre abrazando a su hija que se estaban hundiendo, recuerdo sus miradas y su desesperación, logré tomarla de los pelos. Pero sus largos cabellos estaban totalmente cubiertos de aceite y se me escurrió de las manos, rumbo al lecho del río. No pude hacer nada. Es un recuerdo doloroso que llevaré mientras viva…” Poco después, pese a que aún era joven, Montenegro dejó de navegar. Su lugar en el mundo pasó a ser el club Lanús, del que se había hecho socio al afincarse en el Este del distrito. Quienes recorrieron el Polideportivo en aquellos años de crecimiento permanente deben haberlo visto, siempre de overol y borceguíes, alto, canoso y de anteojos negros, comandando tareas y dando órdenes que los operarios obedecían sin chistar, como si fuera un capataz. Pero no, era un socio del club, que pronto se convirtió en la mano derecha de Néstor Díaz Pérez, el que al frente del Departamento de Obras conducía todas y cada una de las construcciones que el club llevaba adelante. Cuando había tarea ardua y dura, don Tito se armaba una piecita debajo de la platea y se quedaba a dormir en el club, para arrancar cada mañana bien temprano. Sin olvidar su vida de marino, llamaba a los operarios a descanso o a la tarea haciendo sonar una campana, como si estuviera arriba de una embarcación. Obviamente, lo llamaban capitán.
   El historiador del club Lanús, Néstor Daniel Bova, en su semblanza de Don Tito publicada en la obra 97 íconos de la historia Granate, consigna que él mismo plantó los más de 4.000 árboles que existen en el polideportivo. Quienes recorrieron esos terrenos en los años 70 podrán recordar las señales de la lucha personal de Montenegro contra las hormigas, rodeando el tronco de cada uno de los árboles con un anillo de goma y un emplaste misterioso, pegajoso como la miel, que impedía el paso de estos y otros insectos depredadores, tanto como de abejas y avispas. Viendo hoy la sombra que cubre las grandes extensiones del polideportivo está bien claro quién fue el ganador de aquella desigual guerra de millones contra uno: el capitán Montenegro. Cuando y donde el club lo precisaba, ahí estaba él, dispuesto a poner manos a la obra y a hacer lo que fuera necesario para la institución. En una oportunidad, mientras se estaba construyendo el micro estadio de la sede, a don Tito se le metió en la cabeza que alguien estaba sustrayendo materiales. Contaba cada día la existencia, comparaba con el uso, y las cuentas no le cerraban. Así fue que en absoluto silencio para no alertar a nadie, solicitó permiso a los dueños de la panadería Santa Rosa, ubicada entonces frente a la sede, para hacer vigilia durante toda la noche sin pegar uno ojo, sentado en un banquito detrás de la puerta y espiando por el ventanuco los movimientos nocturnos como un verdadero soldado. De pronto, rompiendo el silencio de la madrugada, un camión estacionó en la puerta de la obra y del mismo bajó un empleado del club, que ayudado por dos changarines que venían con él, comenzaron a sacar bolsas de materiales. Don Tito salió a los gritos, indignado, y los encaró a los tres, que al verlo venir se subieron al vehículo como pudieron y escaparon raudamente. El empleado infiel no volvió jamás a pisar el club, ni siquiera para cobrar su último sueldo.
  Además de todo, Justo Anselmo Montenegro era un hombre sensible, un seductor con inclinaciones literarias y de una actividad muy prolífica: fue autor de cinco novelas, todas publicadas, y de un sinnúmero de poesías, que sumado a la narración de sus vivencias, encantaban a las damas de su entorno. Mientras la salud lo acompañó, Justo Anselmo Montenegro le dedicó todo su tiempo al club Lanús, que lo declaró Socio Honorario antes de partir de este mundo en 1998 a los 83 años sin llegar a ver su obra terminada.