viernes, 23 de enero de 2015

El Día del arquero

por Marcelo Calvente


 Luego de perder tres chances consecutivas en un año, Lanús resultó el ganador del torneo de ascenso de 1976. No obstante, ese título no lo habilitaba al segundo ascenso; para terminar con la mufa debía ganar además un torneo reducido.  El cierre fue ante su principal perseguidor, Almirante Brown, el 18 de diciembre, en un estadio de San Lorenzo colmado de bote a bote, con victoria clara del Grana desde el inicio con gol de Epifanio de penal, confirmada por el tanto de Clausi a los 30’ del complemento, que desató la suspensión del cotejo por falta de garantías.  Crosta; Zarate, Giachello, Canio y Ojeda; Crespo, Lodico y Del Río; Epifanio, Nani y Clausi, la formación base de aquel once granate para el recuerdo, uno que teniendo en cuenta los diferentes contextos de una vertiginosa y cambiante vida institucional, por siempre deberá permanecer en la lista de los grandes elencos campeones de la historia del club Lanús.
  Pero Lanús es Lanús porque siempre subyace una pequeña e increíble historia oculta en las entrañas de la gran historia. Durante los últimos cuarenta días del torneo de 1976 que culminaría con la consecución del título y el segundo ascenso, el plantel granate se mantuvo concentrado en Estancia Chica. En todo ese tiempo, los jugadores no salieron a la calle, y apenas podían recibir cada domingo la visita de sus familiares. Una verdadera cuarentena en
la que pese al largo encierro, o tal vez gracias a él, los integrantes del plantel consolidaron su amistad, buscando distracción en los juegos de cartas y otros entretenimientos compartidos. Noche por medio se preparaba un cuadrilátero delimitado por sogas, y rodeado por las sillas que ocupaban los privilegiados espectadores, los propios jugadores, algunos de los cuales tenían la misión de fallar en la pelea estelar de cada jornada entre el masajista Pocho Iturria y su ayudante, Pascualito, ambos con pasado de boxeador. Pocho había combatido con escasa suerte en el campo rentado, e incluso dos veces había enfrentado al gran Horacio Accavallo, aunque en ambas había perdido por knockout. La carrera de Pascualito había sido más modesta aún; no había podido superar la categoría de boxeador amateur. La cuestión es que los futbolistas, entusiasmados con la cuestión, se habían hecho traer un par de guantes de box, y en su condición de árbitro uno y de jueces otros, se confabulaban para que finalmente Pascualito se alce invariablemente con la victoria, más allá de toda justicia y merecimientos, cosa que sucedió en cada enfrentamiento. Al  histriónico masajista lo volvían loco. Cuando advertían que estaba en condiciones propicias para golpear a su rival, independientemente del tiempo transcurrido, hacían sonar la improvisada campana. Y cuando la pelea al cabo de tres rounds llegaba a las tarjetas, las mismas reflejaban una abrumadora ventaja para el ayudante. Esa era la principal distracción de un plantel que estaba a punto de obtener el tan ansiado ascenso.
La cuestión es que la tarde del 18 de diciembre de 1976, y por circunstancias tan inexplicables como increíbles, Horacio Crosta y Pedro San Miguel, los dos arqueros del plantel, no subieron al micro que partió rumbo al estadio de San Lorenzo con sus compañeros. Los dirigentes de Lanús y el cuerpo técnico, tanto como el resto de los futbolistas, advirtieron la situación al llegar al viejo Gasómetro luego de un viaje con clima de fiesta, con cánticos y expectativas ante la gran definición que Lanús no podía perder, ya que era la cuarta chance consecutiva luego de tres duras derrotas, las señaladas ante San Telmo, Estudiantes de Caseros y Almagro, tres finales que en el transcurso de doce meses lo marginaron de la posibilidad de volver a la divisional mayor. La cuestión es que de manera inexplicable se habían olvidado a los dos arqueros, quienes involuntariamente no formaron parte del nutrido grupo que viajó en el micro. Mientras en Avenida La Plata reinaba el nerviosismo y se evaluaba qué hacer ante semejante imponderable, el buffetero de Estancia Chica se ofrecía a llevar a los futbolistas olvidados desde Abasto, donde queda el predio de Gimnasia y Esgrima La Plata, hasta el cruce Varela, disculpándose por no alcanzarlos hasta la cancha por lo largo del viaje, ya que no tenía a quien dejar en su negocio.
Mientras tanto, en los vestuarios de la cancha de San Lorenzo, en medio de una enorme confusión y a poco del inicio del partido, se tomó una drástica decisión: Carlos Lodico,   el hermano del capitán, que estando fuera de competencia por una rebelde lesión en un tobillo había acompañado al plantel, se estaba vistiendo con la ropa de arquero y se calzaba los guantes dispuesto a atajar, dado que de los jugadores de campo de Lanús era reconocido unánimemente como el que mejor se las rebuscaba bajo los tres palos. Imaginemos la inusual situación: Mientras el Gasómetro se iba llenado de espectadores para la gran final ante Almirante Brown por un lugar en primera, en las entrañas del estadio se desarrollaba un absurdo drama que iba a poner al club en situación de explicar lo inexplicable, y afrontar un partido de tal relevancia con un  marcador de punta de 1,74 de altura, para colmo lesionado, teniendo que defender el arco granate en una final, cotejo que bien podría llegar a una instancia de definición por penales. En esta tuvimos mala suerte. De haber así ocurrido, Silvero no nos habría hecho tanto daño al año siguiente.
En Florencio Varela, a menos de una hora del pitazo inicial, los arqueros Crosta y San Miguel, al borde de la desesperación, paran con nulo éxito a cada auto que pasa para rogarle que los lleven al estadio. Hasta que la fortuna como pocas veces en la vida, esta vez jugó para Lanús: uno de los automovilistas que interceptaron era el cuñado del consagrado Ángel Clemente Rojas, integrante del banco de suplentes granate en ese histórico cotejo. El hombre, que justamente se dirigía al estadio a ver jugar a su pariente, sin poder creer lo que estaba sucediendo los levantó, y pisando el acelerador llegó al Gasómetro. Los dos futbolistas ingresaron corriendo al vestuario granate cuando faltaban ocho minutos para el inicio del partido, alcanzaron a firmar la planilla y fueron parte del cotejo con el resultado conocido. Insólita, inexplicable y casi desconocida hasta hoy situación. Cuesta imaginar las repercusiones que, con cualquier marcador final, habría tenido la noticia de esas dos ausencias de semejante relevancia.    
El año 1976 para Lanús fue una primavera en medio del desastre que se avecinaba. Y lo fue en parte gracias al accionar de un presidente, Lorenzo D’angelo, que no utilizó su condición de diputado nacional para engrosar su peculio pero si para el fortalecimiento edilicio del club. Él armó aquel gran equipo que al coronarse, el club ya no lo tenía como presidente. Cuando la dictadura le quitó los fueros y trató de encarcelarlo por enriquecimiento ilícito, como hicieron con casi todos los funcionarios del gobierno depuesto, encontraron que nada tenía, porque todo lo que había conseguido había sido para su querido club Lanús. Principalmente la cesión definitiva mediante un decreto, con la firma de la Presidente de la Nación, del terreno donde se erige el polideportivo    -hoy un predio de un valor incalculable, que con total justicia lleva su nombre- logrado contra reloj y sin pagar un peso por Lorenzo D’Angelo, casi al mismo  tiempo en que el país entero empezaba su violento calvario a la pobreza.